Si alguien ha conocido Japón a partir de las numerosas informaciones aparecidas desde el terremoto y el tsunami del 11 de marzo, quizá se haya formado la imagen de una sociedad ideal injustamente condenada por la naturaleza a sufrir. No en vano, el tema favorito de los medios de comunicación occidentales ha sido –a parte de la devastación causada por el seísmo y la alarma nuclear– el comportamiento ejemplar de la población japonesa.
Se ha escrito, de forma abundante, sobre su grado de preparación para hacer frente a los desastres, la solidaridad y el orden de los damnificados al repartir lo poco que les quedaba, la disciplina de los ciudadanos para hacer frente a los obligados cortes de luz, la capacidad –probada diversas veces en la historia reciente– de recuperarse de las hecatombes, la dignidad con la que afrontan la desgracia o la sobriedad con la que exteriorizan su dolor.
Sin embargo, aunque ciertos, esos aspectos de la sociedad japonesa son solo una parte de la realidad. Japón es un país grande, de larga historia y muy poblado. Es, por tanto, una realidad compleja, difícil de reflejar en unos pocos artículos periodísticos escritos con urgencia –y menos en uno solo de poco más de quinientas palabras.
Para equilibrar un poco el cuadro idílico que hemos pintado estos días, podemos hacer una lista de problemas que aquejan a la sociedad japonesa: adicciones; violencia física o psicológica en casa, en la escuela o en el trabajo; aumento del número de jóvenes que se encierran en su habitación y solo se conectan con el mundo a través del ordenador; prostitución relacionada al consumo de productos de lujo; alta tasa de suicidios; discriminación profesional por origen o género; enfermedad y muerte por exceso de trabajo; pérdida de la moral del sacrificio a favor de un mayor hedonismo; escasez de talento individual; desconfianza en el gobierno y en la administración; corrupción institucionalizada; profusión de fraudes que tienen como víctimas a los ancianos…
La anterior es solo una lista inacabada de elementos heterogéneos citados por los propios japoneses como males de su propia sociedad. Son problemas del mundo moderno, que Japón comparte con otros países. Posiblemente, algunos los afronta mejor y otros peor que sus vecinos, e incluso los hay que parecen tan enquistados que se diría que no tiene demasiado interés en solucionar. Está claro que la japonesa es una sociedad normal, donde los problemas se multiplican. Sin embargo, da la impresión de que resiste mejor que otras las tendencias disgregadoras de la modernidad.
A menudo se ha dicho que el secreto es la homogeneidad étnica de su población, que hace más fácil el funcionamiento cohesionado de la sociedad. Es verdad que la inmensa mayoría de ciudadanos japoneses son o se sienten miembros de un mismo grupo sociocultural con unas características básicas comunes, con unos códigos de conducta compartidos y en gran medida aceptados. Eso hace que la comunicación dentro del grupo sea más fácil con necesidad de menos palabras, y que el trabajo individual contribuya más al bien común. También hace que sea tan difícil para un extranjero llegar a ser considerado un miembro más de la sociedad. Aprender japonés o imitar las manifestaciones más superficiales del comportamiento nipón son tareas relativamente sencillas para cualquiera, pero interiorizar su código de valores es difícil para todos e imposible para muchos.
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