12/3/2008 CRÓNICA DESDE TOKIO // JORDI JUSTE
Shibuya es la meca de la moda juvenil asiática. Son famosas las grandes pantallas de televisión que se ven nada más salir a la plaza principal desde la estación. A su derecha hay un tramo elevado de vía férrea, uno de tantos que sobrevuelan Tokio. Pasadas las vías, justo a mano izquierda, está Nonbei-yokocho (el callejón de los borrachos), dos hileras de menos de 50 metros de edificios de madera de dos plantas.
Paso el arco que anuncia el callejón y accedo a otro mundo, sin pantallas, niñas bronceadas ni encuestadores a la caza de nuevos gustos. Aquí todo es rancio, pequeño, oloroso, entrañable. Bares diminutos se suceden bajo la tenue luz de unas lámparas rojas que presentan todo un reto fotográfico. Busco el ángulo adecuado, la apertura correcta del diafragma, cuando, desde un local, un hombre de unos 70 años, con gafas y vestido con traje, me pide con gestos que me acerque.
Abro la puerta corredera, doy las buenas noches y me asomo a una habitación de unos 6 metros cuadrados. Dos señoras de unos 70 años, con los labios muy pintados, el moño muy bien puesto y el delantal muy blanco, están de pie tras una estrecha barra frente a la que hay seis taburetes, cuatro de ellos ocupados por clientes que beben aguardiente de trigo en grandes vasos de cristal. Al fondo, detrás del hombre que me ha invitado a entrar, hay una mujer menuda de unos 50 años, con ropa un poco hippy y gafas de sol a lo John Lennon. Entrando a la izquierda, en el pie de la L que forma el mostrador, hay dos septuagenarios más, uno gordo, con aspecto de capataz jubilado, y otro muy flaco, vestido como un contable.
El hombre que me ha invitado a entrar me conmina a sentarme a su lado, en el centro de la barra. Me dice que se llama Hiroshi, me llena un vaso con aguardiente de su propia botella, me pide una ración de pescado crudo y empieza a hacerme preguntas. De dónde soy, cómo me llamo, qué hacía ahí fuera... Los otros tres clientes, que al verme entrar parecían un poco contrariados, van relajando sus expresiones y metiendo baza en la conversación, a medida que se dan cuenta de que entiendo y hablo el japonés.
--¿Cómo se llamaba aquel lugar dónde había tantos vampiros?
--Transilvania.
--Pero eso está lejos de Barcelona.
--Ah, sí, vale, y ese otro sitio, cómo era, va..., va....
--Vasco, País Vasco.
--Eso. Está más cerca, ¿no?
--Como de Tokio a Osaka, ¿verdad?
--¿Qué tal la seguridad ciudadana?
-- Bueno...
-- Pero no hay ningún lugar tan seguro como Japón. ¿No?
El capataz es quien hace más honor al nombre del callejón: su lengua se pega cada vez más a la base de la boca y se hace difícil entenderle.
Hay unos 30 clientes asiduos del local que se dejan caer en algún momento todas las semanas. "Somos como el club de los corazones solitarios. Esta es nuestra familia", dice Hiroshi. La hippy madura, que se expresa en un argot muy de esa época que añora, asiente y me ruega que si escribo sobre el callejón, no haga público el nombre del local porque no quiere verlo lleno de turistas.
Está muy bien. Me ha dado un ramalazo de nostalgia.
ResponderEliminarEs muy bueno su blog, que bueno que me lo encontré, al leerlo, fue como si yo estuviera allí. Creo que pasaré mas seguido a leerlo.
ResponderEliminarLeaffar