viernes, octubre 20, 2006

Cables en la ciudad de los mil templos


Crónica des de Kioto.
Jordi Juste

El nuevo primer ministro, Shinzo Abe, llegó al cargo hace tres semanas con un programa titulado “Hacia un país bello”, es decir, “que valora la cultura, la tradición, la historia y la naturaleza”. Es un objetivo encomiable y una tarea árdua y costosa para un Japón que ha subordinado demasiado su belleza al crecimiento y la eficiencia económica.


Una medida deseable en la buena dirección sería acelerar los planes de la Administración para enterrar los omnipresentes cables, una de las visiones que más sorprende a los extranjeros cuando llegan a Japón. No importa si entran por Tokio, Nagoya u Osaka. Cuando salen del aeropuerto empiezan a ver cables y más cables, sostenidos por aparatosas columnas de hormigón. Muchos sienten una primera decepción ante esa electrificante visión, pero piensan que tal vez es sólo la cara fea del Japón moderno y mantienen la esperanza de llegar a Kioto y encontrar una bella ciudad libre de las servidumbres del progreso.


Cuando avanzan por el caos urbanístico de la megalópolis de 600 kilómetros, que habitan unos 60 millones de personas entre las regiones de Kanto y Kansai, sueñan con llegar a la antigua capital, la ciudad de los mil templos budistas y santuarios sintoístas, la villa del jardín de piedras, del templo dorado, de Kyomizudera, del río Kamo, de las geishas de Gion, de la madera laqueada, de la cocina kaiseki...


Todas esas maravillas existen, pero hay que buscarlas por detrás de edificios modernos anodinos y de líneas eléctricas que cruzan las calles en paralelo y en perpendicular a menos de diez metros del suelo. En no pocas vías urbanas la cantidad de tendido es tan grande que uno tiene la sensación de encontrarse debajo de una red, una especie de trampa para pájaros que en cualquier momento se le va a caer encima. Y muchísimas veces las columnas de hormigón se han instalado delante de la entrada de un edificio antiquísimo o de un bello toriique da entrada a un santuario sintoísta.


A pesar de ello, a los habitantes de Kioto, orgullosos de su historia y celosos de la belleza que acumula, no les parece importar demasiado. Shikataganai (qué le vamos a hacer) dicen como buenos japoneses resignados. Lo cierto es que muchos confiesan que ya no ven ni cables ni postes y alguno llega a decir que si no los hubiera le daría la sensación de estar en el campo, es decir lejos de ese progreso económico y tecnológico que hoy los identifica como pueblo.


Lo cierto es que Kioto, además de edificios preciosos y escenarios naturales que dejan sin aliento, con los cerezos en flor en primavera o los arces enrojecidos en otoño, es también la sede de prestigiosas universidades, de empresas de tecnología punta como Kyocera, Omron o Shimadzu, de gigantes financieros como Aiful y de factorías como la de Mitsubishi Motors.


El turismo es importante para la economía de la ciudad, pero es mayoritariamente nacional y los japoneses parecen haber desarrollado una prodigiosa habilidad para especializar la mirada y ver lo bello sin dejarse estorbar por lo zafio. Además, dicen que tener los cables al aire es más barato y facilita su reparación en caso de terremotos o tifones.


Por el momento, hasta ver en qué quedan las buenas intenciones de Shinzo Abe, habrá que aconsejar a los viajeros que llegan de fuera que, si quieren tener fotos de Kioto sin cables ni postes de hormigón, se instalen un buen programa para retocarlas en el ordenador.

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