miércoles, abril 06, 2011

Buena organización, falta de decisión

Estos días tengo el placer de acompañar a un equipo de fútbol japonés de categoría cadete (14 años), que realiza una breve estancia formativa en nuestro país. El tsunami del día once los sorprendió, como quien dice, preparando las maletas para venir a vivir una experiencia que consideran muy importante para su educación como futbolistas y como personas.

Aunque viven en Yokohama, una zona que sufrió poco más que el susto del temblor y algunos inconvenientes -causados por la carestía de algunos productos los primeros días y por los cortes eléctricos- estuvieron a punto de cancelar el viaje, ya que el ambiente del país no parecía el más propicio para darse según qué alegrías. Pero pesó, más que ése, el argumento de que había que intentar recobrar la normalidad cuanto antes. Además, los chicos y su entrenador decidieron que aprovecharían la expedición para recaudar fondos y ánimos para los damnificados de Miyagi. La respuesta está siendo espectacular, tanto en euros depositados en las huchas como en dedicatorias escritas en una bandera traída al efecto.

Ahí donde van, los veintiún jóvenes y su entrenador reciben no solo apoyos sino también elogios por su excelente comportamiento dentro y fuera del campo. Se mueven con orden, escuchan cuando se les dan instrucciones, no dejan rastros de basura a su paso y se dejan la piel en cada entreno como si fuera la final de un Mundial. A muchos espectadores, que acuden con la idea de ver a unos simpáticos niños asiáticos jugando un fútbol de segunda categoría, los sorprenden su técnica y la eficacia con la que juegan. En cambio, algunos entrenadores locales, que llevan ya varios años preparando sesiones para los jóvenes japoneses, saben que estos chavales tienen de sobras la técnica y la capacidad de sacrificio y de trabajar en equipo tan importantes en el fútbol. Pero también saben que a la mayoría todavía les falta capacidad de decisión individual, un elemento crucial para marcar las diferencias en un enfrentamiento que no deja de ser de once personas contra once personas.

Algunos comentan: “A estos chicos lo único que les falta es lo que les sobra a demasiados de nuestros jugadores: el instinto de tomar las riendas e ir a por el gol”. Y es que están perfectamente posicionados, corren de principio a fin y se pasan la pelota con mucho oficio, pero todavía son pocos los que intentan desbordar al contrario e ir hacia la meta.

Su entrenador es consciente de esta carencia. Por eso los trae aquí, los expone a nuevas experiencias y los obliga constantemente a tomar decisiones. Sabe que este aprendizaje les será de gran ayuda en el futuro, sigan o no jugando al fútbol, y confía en que los haga más capaces de aportarle a su sociedad lo que le falta. Tiene claro que la organización y la capacidad de sacrificio son claves para el buen funcionamiento de cualquier grupo humano, y no quiere que las pierdan. Pero también cree que, sin individuos con capacidad de tomar decisiones bajo presión, lo que parece harmonía puede convertirse en un ejercicio estéril, de gran belleza pero sin capacidad de asegurar el futuro. Toda una lección sobre la fortaleza y la debilidad del Japón actual. Un ejemplo que permite mantener la esperanza en el futuro.

Una sociedad normal


Si alguien ha conocido Japón a partir de las numerosas informaciones aparecidas desde el terremoto y el tsunami del 11 de marzo, quizá se haya formado la imagen de una sociedad ideal injustamente condenada por la naturaleza a sufrir. No en vano, el tema favorito de los medios de comunicación occidentales ha sido –a parte de la devastación causada por el seísmo y la alarma nuclear– el comportamiento ejemplar de la población japonesa.

Se ha escrito, de forma abundante, sobre su grado de preparación para hacer frente a los desastres, la solidaridad y el orden de los damnificados al repartir lo poco que les quedaba, la disciplina de los ciudadanos para hacer frente a los obligados cortes de luz, la capacidad –probada diversas veces en la historia reciente– de recuperarse de las hecatombes, la dignidad con la que afrontan la desgracia o la sobriedad con la que exteriorizan su dolor.

Sin embargo, aunque ciertos, esos aspectos de la sociedad japonesa son solo una parte de la realidad. Japón es un país grande, de larga historia y muy poblado. Es, por tanto, una realidad compleja, difícil de reflejar en unos pocos artículos periodísticos escritos con urgencia –y menos en uno solo de poco más de quinientas palabras.

Para equilibrar un poco el cuadro idílico que hemos pintado estos días, podemos hacer una lista de problemas que aquejan a la sociedad japonesa: adicciones; violencia física o psicológica en casa, en la escuela o en el trabajo; aumento del número de jóvenes que se encierran en su habitación y solo se conectan con el mundo a través del ordenador; prostitución relacionada al consumo de productos de lujo; alta tasa de suicidios; discriminación profesional por origen o género; enfermedad y muerte por exceso de trabajo; pérdida de la moral del sacrificio a favor de un mayor hedonismo; escasez de talento individual; desconfianza en el gobierno y en la administración; corrupción institucionalizada; profusión de fraudes que tienen como víctimas a los ancianos…

La anterior es solo una lista inacabada de elementos heterogéneos citados por los propios japoneses como males de su propia sociedad. Son problemas del mundo moderno, que Japón comparte con otros países. Posiblemente, algunos los afronta mejor y otros peor que sus vecinos, e incluso los hay que parecen tan enquistados que se diría que no tiene demasiado interés en solucionar. Está claro que la japonesa es una sociedad normal, donde los problemas se multiplican. Sin embargo, da la impresión de que resiste mejor que otras las tendencias disgregadoras de la modernidad.

A menudo se ha dicho que el secreto es la homogeneidad étnica de su población, que hace más fácil el funcionamiento cohesionado de la sociedad. Es verdad que la inmensa mayoría de ciudadanos japoneses son o se sienten miembros de un mismo grupo sociocultural con unas características básicas comunes, con unos códigos de conducta compartidos y en gran medida aceptados. Eso hace que la comunicación dentro del grupo sea más fácil con necesidad de menos palabras, y que el trabajo individual contribuya más al bien común. También hace que sea tan difícil para un extranjero llegar a ser considerado un miembro más de la sociedad. Aprender japonés o imitar las manifestaciones más superficiales del comportamiento nipón son tareas relativamente sencillas para cualquiera, pero interiorizar su código de valores es difícil para todos e imposible para muchos.