28/11/2007 CRÓNICA DESDE KIOTO // JORDI JUSTE
Para muchos es una metáfora excelente de Japón, el país donde casi nada es exactamente lo que parece y donde una parte relevante de la obra no pasa en el escenario sino entre bastidores. Es solo una interpretación posible. De lo que no hay duda es de que el pachinko es un negocio importantísimo. Según un estudio reciente, los aproximadamente 13 millones de jugadores regulares generan cada año a las 15.000 salas repartidas por todo el país unos ingresos de 27 billones de yenes (unos 170.000 millones de euros). La cifra es enorme, pero no puede ocultar el continuo declive que ha venido sufriendo el sector en las últimas décadas, arrinconado por el envejecimiento de las generaciones que lo hicieron florecer en los años del milagro económico. Se estima que en su máximo esplendor las salas de pachinko atraían a unos 40 millones de jugadores. Las nuevas generaciones de japoneses tienen una mayor oferta de entretenimiento y en general no se sienten atraídas por la estética y el ambiente de los locales de pachinko.
Las salas suelen estar en las inmediaciones de las estaciones de tren o en calles comerciales, pero también las hay en zonas rurales, a veces rodeadas de campos. Invariablemente están en edificios muy llamativos, con neones abundantes de colorido kitsch. En su interior el ruido de las bolas al caer es ya por sí solo ensordecedor, pero lo agrava la voz de los empleados que por la megafonía anuncian la llegada de premios a alguna máquina. Y por si la contaminación acústica no fuera ya suficientemente disuasoria, el aire suele estar cargadísimo del humo del tabaco que muchos jugadores parecen tener asociado al pachinko.
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