jueves, agosto 12, 2010

Un dedo apuntando al cielo para pedir la paz en el mundo

Crónica desde Tondabayashi
Jordi Juste


Muchos extranjeros que entran o salen de Japón utilizando el aeropuerto de Kansai ven desde el tren o desde la autopista un extraño monumento de color blanco recortado en el horizonte frente a las montañas de Ikoma. La mayoría no le dan mayor importancia, quizás pensando que se trata de uno más de los estrafalarios reclamos publicitarios esparcidos por todo el país, un señuelo para atraer clientes a un hotel de citas amorosas, una bolera o un parque de atracciones.
En realidad se trata de la Torre de la Perfecta Libertad, el símbolo de la religión fundada en 1924 por el monje budista Tokuharu Miki. El edificio representa un dedo señalando hacia el cielo y fue construido hace cuarenta años en el municipio de Tondabayashi, en el sur de la provincia de Osaka, como santuario para las almas de todos los seres humanos muertos en guerras desde el principio de los tiempos.
La de la Perfecta Libertad es una de las muchas entidades conocidas en Japón como shinshukyo (nuevas religiones), instituciones creadas a partir del siglo XIX tomando aspectos del budismo, el cristianismo, el judaísmo o el sintoísmo. Perfecta Libertad puede considerarse en buena medida una evolución del budismo y no tiene un libro sagrado sino veintiuna enseñanzas. La primera es que la vida es un arte y la última que hay que conseguir la perfecta libertad, es decir la harmonía que se obtiene siguiendo las veinte anteriores.
A pesar de los 180 metros de altura y la extraña forma de su torre, PL no es la nueva religión más visible de Japón. El honor recae en Soka Gakkai la entidad budista que dice contar entre sus adeptos con el 10% de la población japonesa y que ejerce una gran influencia sobre la política a través del partido Nuevo Komeito. Los budistas, actualmente en la oposición han gobernado en coalición con el Partido Liberal Democrático, con el que han formado gobierno desde 1999 hasta 2009. Su enorme influencia y el proselitismo persistente de sus miembros hacen de Soka Gakkai el blanco de la crítica de los japoneses partidarios de la separación entre política y religión.
La apertura de Japón al mundo en 1968 y la separación entre religión y Estado en 1945 supusieron la proliferación de entidades religiosas en un país que ya conocía desde siglos la convivencia entre el sintoísmo y las numerosas ramas del budismo. Otra de las más célebres nuevas religiones es Tenri. Fundada en 1838 a partir de la creencia que Dios se había manifestado en la persona de la mujer Miki Nakayama, tiene su base en Nara y cuenta con cerca de dos millones de adeptos. Además de estas hay numerosas pequeñas sectas, casi siempre estructuradas entorno a un líder carismático y algunas con creencias tan curiosas como que Jesucristo era japonés o que los japoneses son una de las tribus perdidas de Israel. Una pequeña secta que ha pasado a la historia de la infamia es Aum Shinrikyo, que en 1995 atentó con gas sarín en el metro de Tokio.
En cambio, la mayoría de japoneses conocen Perfecta Libertad porque su equipo de béisbol estudiantil es uno de los más potentes del país y porque cada primero de agosto se celebran junto a la extravagante torre de Tondabayashi unos fuegos artificiales para conmemorar la muerte de su fundador.

Sesenta y cinco años como testimonio de la matanza

Crónica desde Hiroshima
Jordi Juste
Dos niños frente al cenotafio del Parque de la Paz. Foto Jordi Juste
El seis de agosto de 1945, a las ocho y cuarto de la mañana, la bomba atómica explotaba a 520 metros sobre el centro de Hiroshima, asolando gran parte de la ciudad y matando inmediatamente a unas setenta mil personas. Muchas más siguieron muriendo y sufriendo enfermedades en las décadas siguientes por las quemaduras y la radiación, y sirvieron para recordar al mundo el potencial destructivo del armamento nuclear.
Sesenta y cinco años después, la ciudad sigue volcada en su papel de testimonio del poder letal del átomo. El llamado milagro japonés también llegó a la capital de la región de Chugoku, en el oeste del país, y hoy en día en Hiroshima viven más de un millón de personas. Tiene industria y modernos edificios comerciales y de oficinas, pero su corazón sigue estando en el Parque Memorial de la Paz, a escasos metros del epicentro de la explosión. Ahí están el Domo de la Bomba Atómica, el cenotafio con la llama de la paz, el monumento a las víctimas infantiles y el Museo Memorial de la Paz, además de otros elementos que invitan a la reflexión.
El domo es el resto de un edificio público cuyo esqueleto quedó parcialmente en pie y que hoy en día se sostiene apuntalado junto al río, ofreciendo una estampa estremecedora. A pocos metros se encuentra el monumento construido por iniciativa de los compañeros de Sadako Suzuki, la niña que sobrevivió al bombardeo con dos años, pero murió una década después víctima de la leucemia que le había provocado. Es una de las paradas obligadas en las frecuentes visitas de los escolares de Hiroshima que, además, cada año, a finales de julio, antes de empezar las vacaciones, participan en sus colegios en actividades conmemorativas e interrumpen por un día el descanso estival para dedicar todo el seis de agosto a recordar la masacre.
El elemento central del parque es el cenotafio, un arco diseñado por Kenzo Tange que simboliza un techo para acoger las almas de las víctimas. A través se ven la llama de la paz y, al fondo, el domo. Frente al cenotafio se hacen las ofrendas florales durante todo el año, y los actos conmemorativos cada 6 de agosto. Ahí es donde muchos visitantes rezan, meditan o simplemente leen una inscripción simple y clara: “Descansad en paz, pues el error no se repetirá”.
Para que así sea, la ciudad ha asumido el liderazgo en la lucha contra las armas nucleares. Queda claro cada seis de agosto en el discurso de su alcalde, y el resto del año en el mensaje que ofrece, en el extremo del parque, el Museo. No es una visión demagógica, no esconde la responsabilidad japonesa en la guerra ni elude las preguntas claves para entender la matanza: ¿Por qué Estados Unidos fabricó la bomba? ¿Por qué la tiró ese día? ¿Por qué sobre Hiroshima? El centro da respuestas a esas preguntas, ayuda a hacerse una idea de la magnitud de la tragedia y termina invitando a unirse al movimiento para conseguir que nunca se repita.

lunes, agosto 02, 2010

La aldea famosa por la matanza de delfines

Fachada del museo de las ballenas de taiji. Jordi Juste
CRÓNICA DESDE taiji
Información publicada en la página 11 de la sección de Mundo de la edición impresa de El Periódico del día 21 de julio de 2010

Miércoles, 21 de julio del 2010
Jordi Juste
Hace falta viajar tres horas en tren, desde Osaka, para llegar a Taiji, una idílica aldea de pescadores en la costa de Wakayama, en el sur de Honshu, la isla más grande de Japón. Solo llegar a la pequeña estación, tomada por el moho y el óxido, uno se da cuenta de porqué la vida de la gente de Taiji dependió durante siglos de la caza de cetáceos. La costa es agreste, la montaña está muy cerca del mar y los campos de arroz y otros cultivos son escasos y pequeños.
Para muchos japoneses, Taiji era conocido por ser el puerto desde donde muchos compatriotas habían emigrado en los siglos XIX y XX hacia América y por albergar parte de la flota ballenera del país. Tras la segunda guerra mundial, Japón era un país en ruinas y la carne de ballena una de las pocas fuentes de proteína animal para la población. Taiji vivió entonces una época de esplendor y fue la envidia de sus vecinos.
Ahora, a la aldea se la conoce por la matanza de delfines que tiene lugar cada año entre septiembre y marzo, mostrada en la película-documental The Cove. Cientos de delfines son empujados cada día hacia la costa por una flotilla armada con barras de hierro para crear un muro de sonido. Ahí son encerrados en una cala para que los compradores de todo el mundo escojan el animal con mayor potencial para el mundo del espectáculo. Los que no consiguen comprador son llevados a una recóndita cala donde son arponeados hasta la muerte, tiñiendo el mar de rojo.
El filme, ganador de un Oscar, ha podido ser finalmente proyectado en seis cines de Japón, provocando una gran variedad de respuestas. La extrema derecha cree que se trata de propaganda antijaponesa y pidió su prohibición; otros destacan su valor de denuncia de la venta de carne de delfín, que tiene un alto contenido en mercurio; también se han oído críticas al planteamiento como una aventura heroica, o se ha pedido pidiendo una mayor contextualización en el ámbito del sufrimiento animal.
En las calles de Taiji, monumentos, esculturas, mosaicos o dibujos en el mobiliario urbano, recuerdan a delfines y ballenas. La mitad de los menús que ofertan las cartas de los restaurantes son de carne de cetáceo. Hay un viejo barco ballenero varado para las visitas y un museo con delfinario y espectáculos que recuerdan lo entrañables que pueden ser estos mamíferos. Nadie parece querer hablar de la película o de la matanza que tiene lugar a escasos metros de ahí. Este es un pueblo que ha cazado cetáceos desde tiempo inmemorial y no cree que haya ninguna razón para dejar de hacerlo.
«Si hay cuestiones de salud o de conservación de la naturaleza es distinto, pero no puede ser que se critique la caza de delfines y ballenas porque dan lástima, también sufren otros animales que se sacrifican para comer» , comenta un turista que no verá la película. «El problema es que aquí la matanza es espectacular y el mar se llena de sangre, y por eso han podido hacer un documental muy dramático, pero cosas parecidas pasan en todo el mundo», añade una mujer de mediana de edad a las puertas del museo.