Jordi Juste
La idea de celebrar una exposición universal en Aichi surgió de la frustración tras la derrota de la candidatura de Nagoya como sede de los Juegos Olímpicos de 1988 frente a Seúl, por sólo dos votos. Tokio había sido sede de la Olimpiada en 1964 y Osaka había organizado en 1970 una exposición universal con más de 60 millones de visitantes. En cambio, la tercera megalópolis del país no había hospedado ningún gran acontecimiento internacional y, tras el fiasco del 88, contaba con un exceso de terrenos para urbanizar.
Desde el principio, la idea de centrar la muestra en la naturaleza fue criticada como hipócrita, ya que la construcción de la sede y las infraestructuras iban a causar graves perjuicios al bien que se pretendía alavar. Las presiones ecologistas y vecinales se tradujeron finalmente en un plan menos agresivo que el original, que suponía la transformación de grandes extensiones de bosques.
“Desde el principio la idea no nos gustaba, además la construcción generó muchos problemas pero, una vez hecha, deseamos que sea un éxito, aunque los más beneficiados serán los comercios cercanos a la estación de Nagoya. De momento, los que han ido a las sesiones previas gratuitas han dicho que quieren volver pagando”, explicaba ayer Junko Ishiki, propietaria de un restaurante en la zona.
Otro tema de controversia entre los japoneses es el del costo económico, más de mil millones de euros a los que hay que añadir las inversiones para la puesta al día de las infraestructuras de transporte de la región. Con todo, la sensación final de éxito o fracaso dependerá probablemente del número de visitantes dispuestos a pagar los aproximadamente 35 euros que cuesta la entrada.
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