La vida de la mayoría de los japoneses
parece igual que antes del tsunami de Tohoku y la crisis nuclear de Fukushima. Muchos
trabajan o estudian largas horas y, cuando salen de los centros de estudio o de
trabajo, se suman a los torrentes humanos que atraviesan áreas comerciales y de
entretenimiento donde consumen y se divierten con avidez para luego regresar a sus
casas y reposar hasta la jornada siguiente. Sin embargo, a poco que uno se
asome a los medios de comunicación o converse con esos japoneses que hacen
“vida normal”, se da cuenta del fuerte impacto psicológico que han tenido sobre
ellos la ola gigante y la radiactividad.
Lo comprobé hace unos días en Sapporo, la
gran capital del norte de Japón, y en Osaka, la
enorme metrópolis del Oeste. Alejados como están de la zona devastada
por el mar y del área más contaminada por la radiación, los habitantes de
Hokkaido y Kansai podrían estar a punto de pasar página y sumar el 11 de marzo
de 2011 a la larga lista de calamidades que han hecho de los japoneses un
pueblo acostumbrado a asumir la fatalidad de la vida. Y, sin embargo, no es
así.
La gente en la calle y en los medios de
comunicación habla constantemente de lo ocurrido hace un año y de las
revelaciones que todavía se van produciendo, y que ayudan a comprender que sí
se estuvo al borde de la hecatombe nuclear y que posiblemente el gobierno lo
sabía mientras llamaba a la calma. Un productor de una de las principales
cadenas japonesas de televisión me comentaba hace poco: “Mientras nos decían
que podíamos permanecer en Tokio porque la situación estaba bajo control, el
Emperador era evacuado a Kioto”.
El tsunami demostró una vez más el escaso
poder de los políticos japoneses o su nula voluntad de imponerse sobre altos funcionarios
y grandes empresas. La crisis la ha tenido que gestionar el gobierno del
Partido Demócrata, debilitado por sus luchas internas y con la oposición del
Partido Liberal Democrático, el principal responsable, durante sus más de cinco
décadas en el poder, de la permisividad hacia las compañías eléctrica para
imponer su credo nuclear. La inoperancia que han demostrado los políticos no es
nueva, la forma en que se la han tomado muchos japoneses sí lo es.
En la cultura política nipona prima el
consenso, pero un número creciente de ciudadanos parece estar harto de que buscar
el acuerdo y evitar el conflicto signifique que no se decide nada y las cosas
se siguen haciendo por inercia y con el “apoyo” de los altos funcionarios y los
grandes empresarios que mueven los hilos entre bastidores. Es el caldo de
cultivo ideal para el salto a la escena nacional de opciones políticas
populistas, como las encabezadas por el gobernador de Tokio, Shitaro Ishihara,
o el alcalde de Osaka, Toru Hashimoto.
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